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Poemas

CANTO LOS DISPARATES, LAS LOCURAS (875)

CANTO LOS DISPARATES, LAS LOCURAS (875)


POEMA HEROICO DE LAS NECEDADES Y
LOCURAS DE ORLANDO EL ENAMORADO


DIRIGIDO AL HOMBRE MÁS MALDITO DEL MUNDO



CANTO PRIMERO


Canto los disparates, las locuras,
los furores de Orlando enamorado,
cuando el seso y razón le dejó a escuras
el dios enjerto en diablo y en pecado;
y las desventuradas aventuras
de Ferragut, guerrero endemoniado;
los embustes de Angélica y su amante,
niña buscona y doncellita andante.


Hembra por quien pasó tanta borrasca
el rey Grandonio, de testuz arisco,
a quien llamaba Angélica la Chasca,
hablando a trochimochi y abarrisco.


También diré las ansias y la basca
de aquel maldito infame basilisco
Galalón de Maganza, par de Judas,
más traidor que las tocas de viudas.


Diré de aquel cabrón desventurado
que llamaron Medoro los poetas,
que a la hermosa consorte de su lado
siempre la tuvo hirviendo de alcagüetas;
por quien tanto gabacho abigarrado,
vendepeines, rosarios, agujetas,
y amoladores de tijeras, juntos,
anduvieron a caza de difuntos.


Vosotras, nueve hermanas de Helicona,
virgos monteses, musas sempiternas,
tejed a mi cabeza una corona
toda de verdes ramos de tabernas;
inspirad tarariras y chacona;
dejad las liras y tomad linternas;
no me infundáis, que no soy almohadas;
embocadas os quiero, no invocadas.


A ti, postema de la humana vida,
afrenta de la infamia y de la afrenta,
peste de la verdad introducida,
conciencia desechada de una venta,
ánima condenada, entretenida
en dar a Satanás almas de renta,
judísimo malsín Escarïote,
honra entre bofetones y garrote;


doctor a quien, por borla, dio cencerro
Boceguíllas, y el grado de marrano;
tú, que cualquiera padre sacas perro,
tocándole a tu padre con tu mano;
casado (por comer) con un entierro,
con que pudiste ser vieja cristiano;
que, por faltarte en cristiandad anejo,
fuiste cristiano vieja, mas no viejo,


el alma renegada de tu agüelo
salga de los infiernos con un grillo,
con la descomulgada greña y pelo
que cubrió tan cornudo colodrillo;
y, pues que, por hereje contra el cielo,
fue en el brasero chicharrón cuclillo,
venga agora el cabrón, más afrentado
de ser tu agüelo que de ser quemado.


Derrama aquí con unas salvaderas,
pues está en polvos, todo tu linaje;
salgan progenitores vendesteras,
y aquel rabí con fondo abencerraje
los bojes, los cerotes, las tijeras,
de quien bufón deciendes y bardaje,
pues eres el Plus-Ultra desvaríos,
el Non-plus-ultra perros y judíos.


Atiende, que no es misa la que digo,
y son todos enredos y invenciones,
y vuelve a mi cantar, falso testigo,
en tus dos ojos cuatro mil sayones;
perro, con no decir verdad te obligo,
recibe estas maldades y traiciones
con la benignidad que urdirlas sueles
al bueno, que a sesenta leguas güeles.


Cuenta Turpín (¡maldiga Dios sus güesos,
pues tan escura nos dejó la historia,
que es menester buscar con dos sabuesos
una cabeza en tanta pepitoria!),
digo que cuenta ovillos de sucesos,
con que nos dio confusa la memoria
que, en las ochas que veis, desarrebujo,
con verso suelto y con estilo brujo.


En la barriga de la blanca Aurora,
en el solar antiguo de los días,
donde hace pucheros, donde llora
el alba aljofaradas perlesías;
en la parte del cielo más pintora,
donde bebe la luz sus niñerías;
en el nido del sol, adonde el suelo,
entre si es no es, le ve en mal pelo,


un poderoso príncipe reinaba,
de grande tarazón del mundo dueño,
donde la India empieza, y donde acaba
la murria el sol y la Tricara el ceño.
Gradaso, el rey que digo, se llamaba;
rey que tiene más cara que un barreño,
y juega (ved qué fuerza tan ignota)
con peñascos de plomo a la pelota.


Dábase a los  demonios cada instante
(aue era más presuroso que bigardo),
por adquirir el duro rey gigante
la fuerte Durindana y a Bayardo;
ciñe la espada el más feroz bergante,
y el caballo, por fuerte y por gallardo,
le tiene otro bribón, que hará tajadas
a quien los pide, a coces y estocadas.


Recobrar el rocín juró Gradaso
y a Durindana, en un escuerzo de oro,
y así, mandó venir paso entre paso
al indio cisco, tapetado y loro;
por adquirirlos dejará el ocaso
manchado en sangre y anegado en lloro;
a Francia marcha con cien mil legiones,
y más de la mitad con lamparones.


Más lleva de ochocientos mil guerreros,
escogidos a mocos de candiles;
por el calor los más vienen en cueros,
tapados de medio ojo con mandiles;
más de los treinta mil son viñaderos,
con hondas en lugar de cenojiles;
seis mil, con porras; nueve mil con trancas;
los demás, con trapajos y palancas.


Sólo para vencer a Carlo Mano,
con tal matracalada a París baja;
todo el pueblo católico cristiano
ha propuesto rapársele a navaja.
Pero dejemos este rey pagano,
que el mar, para venir, de naves cuaja,
y volvamos a Carlos el torrente,
que en París ha juntado mucha gente.


Para Pascua de Flores determina
hacer una gran justa, y ha llamado
la gente más remota y más vecina;
mucho del rey potente y coronado;
vino también inmensa bahorrina,
y mucho picarón desarrapado;
que, como era la fiesta en Picardía,
ningún picaronazo se excluía.


No quedó paladín que no viniese,
a puto el postre, a celebrar el día,
ni moro que ambición no le trujese
de mostrar con valor su valentía.
¡Fue cosa extraña que en París cupiese
tanta canalla y tanta picardía!
Que todo andante vino asegurado,
si no fuese traidor u renegado.


De España vienen hombres y deidades,
pródigos de la vida, de tal suerte,
que cuentan por afrenta las edades,
y el no morir sin aguardar la muerte:
hombres que cuantas hace habilidades
el yelo inmenso y el calor más fuerte,
las desprecian, con rábanos y queso,
preciados de llevar la Corte en peso.


Vinieron con sus migas los manchegos,
que, a puros torniscones de guijarros,
tienen los turcos y los moros ciegos,
sin suelo y vino, cántaros y jarros;
con varapalos vienen los gallegos,
mal espulgados, llenos de catarros,
matándose a docenas y a palmadas
moscas, en las pernazas afelpadas.


Vinieron extremeños en cuadrillas,
bien cerrados de barba y de mollera;
los unos van diciendo «¡Algarrobillas!»;
los otros apellidan «¡A la Vera!»;
en los sombreros llevan por toquillas
cordones de chorizo[s], que es cimera
de más pompa y sabor que los penachos
para quien se relame los mostachos.


Portugueses, hirviendo de guitarras,
arrastrando capuces, vienen listos,
compitiendo la solfa a las chicharras,
y todos con las botas muy bienquistos;
vinieron, muy preciados de sus garras,
los castellanos con sus votoacristos;
los andaluces, de valientes, feos,
cargados de patatas y ceceos


Vini[e]ron italianos como hormigas,
más preciados de Eneas que posones;
llenas de macarrones las barrigas,
iban jurando a fe de macarrones;
los alemanes, rubios como espigas,
haciendo de sus barbas sus jergones
y haciendo cabeceras los capotes,
mullen, para acostarse, sus bigotes.


El rey Grandonio, cara de serpiente,
barba de mal ladrón, cruel y pía,
el primero rey zurdo que en Poniente
se ha visto, por honrar la zurdería;
Ferragut el soberbio, el insolente,
el de superlativa valentía,
el de los ojos fieros, por lo bizco,
pues se afeitaba con cerote y cisco.


Vino el rey Balugante poderoso,
de Carlos ilustrísimo pariente,
recién convalecido de sarnoso,
hediendo al alcrebite y al ungüente;
serpentín, más preciado de pecoso
que un tabardillo; Isolier valiente,
y otros muchos gentiles y cristianos,
que son en los etcéteras fulanos.


Sorda París a pura trompa estaba.
y todas trompas de París serían;
aquí el tambor en cueros atronaba;
allí las gaitas rígidas gruñían;
a bofetadas, por sonar, ladraba
el pandero; las calles parecían
hablar en varias lenguas: cada esquina
era pandorga de don Juan de Espina.


Pintado está Palacio de libreas,
la ciudad es jardín con las colores,
ruedan los bocacíes y las creas,
y en oropel chillados resplandores;
sobrevestes de frisa y cariseas,
con muchos culcusidos y labores;
de enanos y de pajes hubo parvas;
cocheros y lacayos, como barbas.


Llegóse, pues, el señalado día
de la justa de Carlos, y a su mesa
inmensa se embutió caballería,
con sumo gasto y abundante expesa;
fueron los mascadores a porfía
(según Turpín, en su verdad, confiesa),
más de cuarenta mil, en una sala
que llegó de París hasta Bengala.


Los hilos portugueses se gastaron
en solamente tablas de manteles,
y de tocas de dueñas fabricaron
toallas, con ayuda de arambeles;
siete mil reposteros se ocuparon
en colgar los caminos de doseles;
hubo escaños, banquetas, bancos, sillas,
posones y silletas de costillas.


Siete leguas de montes Pirineos
para las cantimploras arrancaron,
que con sus remolinos y meneos
a zorra, como a fiesta, repicaron;
en los aparadores, los trofeos
de la sed y la hambre colocaron,
y cuatro mil vendimias repartidas,
temblando estaban ya de ser bebidas.


Hubo sin cuenta cangilones de oro,
tinajas de cristal y balsopetos
de vidro, en que bebiese el bando moro;
jarros de grande corpanchón, discretos;
de talegas de plata, gran tesoro,
que a las tazas penadas echan retos,
simas de preciosísimos metales
para beber saludes imperiales.


Aparadores hubo femeninos
para todas las damas convidadas,
salpicados de búcaros muy finos,
y dedales de vidro, y arracadas;
brincos de sorbo y medio cristalinos:
que las mujeres siempre son aguadas,
y los gustos que al alma nos despachan
y, con ser tan aguados, emborrachan.


Como corito en piernas, el tocino
azuza todo honrado tragadero;
cocos le hace, desde el plato, al vino
el pernil, en figura de romero;
y aquel ante, vilísimo mezquino,
de las pasas y almendras, que primero
se usó con martingalas y con gorras,
junto a los orejones hechos zorras.


De natas mil barrenos y artesones,
tan hondos, que las sacan con calderos,
con sogas de tejidos salchichones;
los brindis, con el parte de los cueros,
llevan, con su cometa y postillones,
correos diligentes y ligeros;
resuenan juntos en París mezclados
los chasquidos del sorbo y los bocados.


Las damas, a pellizcos, repelaban
y resquicio de bocas sólo abrían;
los barbados las jetas desgarraban,
y a cachetes los antes embutían;
los moros las narices se tapaban,
de miedo del tocino, y engullían,
en higo y pasa y en almendra tiesa,
solamente los tantos de la mesa.


Dábanse muy aprisa en los broqueles
los torreznos y jarros; tan espesos
fueron estos combates y crüeles,
que el tocino dejaron en los güesos;
ochocientas hornadas de pasteles
soltaron, de pechugas de sabuesos,
tan colmados de moscas, que fue llano
que no dejaron moscas al verano.


Reinaldos, que, por falta de botones,
prende con alfileres la ropilla,
cerniendo el cuerpo en puros desgarrones,
el sombrero con mugre, sin toquilla;
a quien, por entrepiernas, los calzones
permiten descubrir muslo y rodilla,
dejándola lugar por donde salga
(requiebro de los putos) a la nalga,


viéndose entre los otros hecho añicos,
y devanado en pringue y telaraña,
mirando está los maganceses ricos,
y al conde Galalón, ardiendo en saña;
guiñaba el Magancés con los hocicos;
advirtiéronlo bien Francia y España:
el paladín, que es gloria de las lises,
se estaba rezumando de mentises.


Dos manadas de suegras no gruñeran
tanto como él, con la pasión, gruñía:
«Si tantas majestades no lo vieran
-hecho un Bermejo el paladín decía-,
presto los convidados todos vieran
mi valor y tu infame cobardía:
comiera magancesas carnes crudas,
porque me dieran cámaras de Judas».


A las espaldas de Reinaldo estaba,
más infame que azote de verdugo,
un maestro de esgrima que enseñaba
nueva destreza, a güevo y a mendrugo:
don Hez, por su vileza, se llamaba,
descendiente de carda y de tarugo,
a quien, por lo casado y por lo vario,
llamó el emperador Cuco Canario.


Era embelecador de geometría,
y estaba pobre, aunque le daban todos;
ser maestro de Carlos pretendía;
pero, por ser cornudo hasta los codos,
su testa ángulos corvos esgrimía,
teniendo las vacadas por apodos;
éste, oyendo a Reinaldos, al instante
lo dijo al rey famoso Balugante.


Díjole Balugante al maestrillo
(pasándole la mano por la cara):
«Dile al señor de Montalbán, Cuquillo,
que mi grandeza su inquietud repara;
que pretendo saber, para decillo,
si en esta mesa soberana y clara
se sientan por valor, o por dinero,
por dar su honor a todo caballero».


Reinaldos respondió: «Perro judío,
dirás al rey que, en esta ilustre mesa,
el grande emperador, glorioso y pío,
honrar todos los huéspedes profesa;
que, después, la batalla y desafío
quien es el caballero lo confiesa:
que, a no tener respeto, las cazuelas
y platos le rompiera yo en las muelas».


El falso esgrimidor, que le escuchaba
en galardón su natural vileza,
de mala gana la respuesta daba;
viendo que en su maldad misma tropieza,
Galalón, que los chismes acechaba,
no levanta del plato la cabeza,
y el desdichado plato se retira,
y a los diablos se da de que le mira.


Echaban las conteras al banquete
los platos de aceitunas y los quesos;
los tragos se asomaban al gollete;
las damas a los jarros piden besos;
muchos están heridos del luquete;
el sorbo, al retortero trae los sesos;
la comida, que huye del buchorno,
en los gómitos vuelve de retorno.


Ferraguto, agarrando de una cuba
que tiene una vendimia en la barriga,
mirando a Galalón hecho una uva,
le hizo un brindis, dándole una higa:
«No tengas miedo -dijo- que se suba
a cabeza tan falsa y enemiga
el vino; que sin duda estará quedo,
por no mezclarse allá con tanto enredo.


»Bebe, conde traidor, u de un cubazo
desgalalonaré los paladines.»
Y si Roldán no le detiene el brazo,
acaba en él la casta a los malsines.
A todos tiene ya cagado el bazo,
y si no suenan cajas y clarines
y rumores de guerra no esperados,
allí quedan sus güesos derramados.


El son alborotó la gurullada:
en pie se ponen micos, lobos, zorros,
unos con la cabeza trastornada;
otros desviñan la cabeza a chorros;
en los alegres, anda carcajada;
en los furiosos, árdense los morros,
la voz bebida, las palabras erres,
y hasta los moros se volvieron Pierres.


Galalón, que en su casa come poco,
y a costa ajena el corpanchón ahíta,
por gomitar, haciendo estaba el coco;
las agujetas y pretina quita;
en la nariz se le columpia un moco;
la boca en las horruras tiene frita,
hablando con las bragas infelices
en muy sucio lenguaje a las narices.


Danle los Doce Pares de cachetes;
también las damas, en lugar de motes;
mas él dispara ya contrapebetes,
y los hace adargar con los cogotes;
cuando, por entre sillas y bufetes,
se vio venir un bosque de bigotes,
tan grandes y tan largos, que se vía
la pelamesa, y no quien la traía.


Y luego se asomaron cuatro patas,
que dejan legua y media los zancajos,
y cuatro picos de narices chatas,
a quien los altos techos vienen bajos;
después, por no caber, entran a gatas,
haciendo las portadas mil andrajos,
cuatro gigantes; que, aunque estaba abierta,
sin calzador, no caben por la puerta.


Levantáronse en pie cuatro montañas,
y en cueros vivos cuatro humanos cerros;
no se les ven las fieras guadramañas,
que las traen embutidas en cencerros.
En los sobacos crían telarañas;
entre las piernas, espadaña y berros;
por ojos en las caras, carcabuezos,
y simas tenebrosas por bostezos.


Puédense hacer de cada pantorrilla
nalgas a cuatrocientos pasteleros,
y dar moños de negra rabadilla
a novecientos magros escuderos;
cubren, en vez de vello, la tetilla
escaramujos, zarzas y tinteros,
y, en tiros de maromas embreadas,
cuelgan postes de mármol por espadas.


Rascábanse de lobos y de osos,
como de piojos los demás humanos,
pues criaban, por liendres de vellosos,
erizos y lagartos y marranos;
embutióse la sala de colosos,
con un olor a cieno de pantanos,
cuando detrás inmensa luz se vía:
tal al nacer le apunta el bozo al día.


Empezó a chorrear amaneceres,
y prólogos de luz, que el cielo dora;
en doñ[a] Alda ajustó los alfileres
ver un flujo de sol tan a deshora;
las que tienen mejores pareceres,
a cintarazos de la nueva aurora,
con arremetimiento de tocados,
parecieron un coro de letrados.


Claríce enderezó con prisa el moño;
rizó los aladares Galerana;
afilóse Armelina de madroño
contra el rubí, que teme la mañana;
púsose en arma en ellas el otoño
contra la primavera soberana;
acicalan las manos y los labios,
temblando los bellísimos agravios.


Y ya que su venida dispusieron
tantos caniculares y buchornos,
almas y corazones previnieron
para ser mariposas en sus tornos;
en ascuas todos juntos se volvieron
antes que los mirasen los dos hornos
que en las propias estrellas hacen riza
y chamuscan las nieves en ceniza.


Entraron las dos Indias en su cara,
y el ahíto de Midas en su pelo,
pues Tibar por vellón se confesara
con el que cubre doctamente el velo;
con premio por su plata se trocara
la más cendrada que copela el cielo,
y por venirles corto el nombre dellos,
ésta se llamó tez, aquél cabellos.


Relámpagos de perlas fulminaba
cuando el clavel donde la[s] guarda abría
y a los que con la risa aprisionaba
con la propia prisión enriquecía;
su vista por sus manos la pasaba,
porque llegue templada, si no fría;
deja, con sólo su mirar travieso,
a Carlos, sin vasallos y sin seso.


Incendio son las canas imperiales;
la sala y el palacio son hogueras;
los ojos, dos monarcas celestiales,
a quien viene muy corto ser esferas;
pasa con movimientos desiguales,
ya mirando de burlas, ya de veras;
ahorrando tal vez para abrasarlos,
con dejar que la miren, el mirarlos.


Con triste y estudiada hipocresía,
de sus dos llamas exprimió rocío,
que en los asomos lágrimas mentía:
tal es de invencionero su albedrío;
por otra parte, el llanto se reía,
obediente al hermoso desvarío;
dulce veneno lleva de rebozo:
disculpa al viejo y ocasión al mozo.


Por todos se reparte sediciosa,
con turbación aleve y hazañera;
va, cuanto más humilde, belicosa;
huye la furia y el temor espera;
y con simplicidad facinorosa,
usurpando vergüenza forastera,
mezclando reverencias con desmayos,
en la tierra postró cielos y rayos.


Rechina Ferragut por los ijares;
humo y ceniza escupe el conde Orlando;
Oliveros la quiere hacer altares;
Reinaldos de robarla está trazando;
y en tanto que se están los Doce Pares
y cristianos y moros chicharrando,
el conde Galalón sólo se mete,
por venderla, en servirla de alcagüete.


Detrás de la doncella, de rodillas,
se mostró bien armado un caballero
de buen semblante, para entrambas sillas
con promesas de fuerte y de ligero;
los reyes se levantan de las sillas;
suspenso está el palacio todo entero,
cuando, apartando de rubí dos venas,
estas circes habló y estas sirenas:


«El grito que la trompa de tu fama
pronuncia por el orbe de la tierra,
sagrado emperador, a verte llama
cuantos anhelan premios de la guerra;
la que trocó ser ninfa por ser rama
y en siempre verde tronco el cuerpo cierra,
los abrazos guardó para tu frente,
que negó descortés al sol ardiente.


»No despreció tu nombre los retiros
donde nací (a llantos destinada):
con él se consolaron mis suspiros,
y mi temor se prometió tu espada;
dejé ricos palacios de zafiros;
destiné mi remedio en mi jornada;
pongo a tus pies las lágrimas que lloro,
y calzarélos con melenas de oro.


»Uberto de León, mi pobre hermano,
es éste que me sigue sin ventura;
el reino le quitó duro tirano
que darnos muerte sin piedad procura;
su castigo y mi bien está en tu mano;
dame remedio, u dame sepultura:
que también es remedio, si se advierte,
hacer que el desdichado alcance muerte.


»Más allá de la Tana diez jornadas,
oí decir las fiestas que previenes,
adonde juntas miro y convocadas
tantas excelsas coronadas sienes;
donde tantas vitorias como espadas
y tantos triunfos como lanzas tienes,
asegurando el premio al que venciere,
de cualquiera nación y ley que fuere.


»Mi hermano, a quien enciende ardor glorioso
de dar a conocer su valentía,
viene a tu corte, emperador famoso,
a tomar buena parte deste día:
al moro y al cristiano belicoso
que de justar con él tendrá osadía,
señala campo en el Padrón del Pino,
junto al sepulcro de Merlín divino.


»Mas ha de ser con tales condiciones,
aprobadas por todos una a una,
que, en perdiendo la silla y los arzones,
quien los perdió no pruebe más fortuna;
el que cayere quedará en prisiones,
sin poder alegar excusa alguna,
y el que a mi hermano derribare en tierra
me ganará por premio de la guerra.



»Hacer podrá mi hermano libremente
su camino, si alguno le venciere,
con sus cuatro gigantes y la gente
que en su cuartel y pabellón tuviere;
yo, escándalo y fatiga del Oriente,
pagaré la vitoria que perdiere.
y Angélica será, por Carlo Mano,
premio del enemigo de su hermano.


»Premio seré, señor, de mi enemigo.»
«No serás -dijo Ferragut rabiando-
sino de aqueste brazo: yo lo digo,
y sobra y basta, y mienten aun callando;
no se me da de Satanás un higo;
a tu hermano estoy ya despedazando:
y vamos al Padrón desafiados;
que aun a Merlín me comeré a bocados.»


Uberto dijo: «En el Padrón te espero;
que no temo amenazas arrogantes».
«Ya estoy allá -responde-; darte quiero,
mancebo, de barato tus gigantes.»
Orlando dijo: «Yo saldré primero»;
y Galalón, quitándose los guantes:
«No ha de ser esto -dijo- zacapella;
yo quiero responder por la doncella».


«No es éste tu lugar -dijo Reinaldos-:
la cocina te toca, y no la sala,
pues es tu inclinación resolver caldos;
vete, conde embustero, noramala;
y pues los chismes son tus aguinaldos,
tu medra, enredos; la traición, tu gala,
ponte en aquesa boca dos corchetes,
u haré tu sacamuelas mis cachetes.»


Carlos, que vio la grita y tabahola,
y que Oliveros agarró una tranca,
revestida la cara en amapola
y extendiendo una mano y una zanca,
mandó escurrir a Galalón la bola,
que a toda furia por la puerta arranca;
manda que nadie chiste, y con severa
voz, a todos, habló desta manera:


«Cuando la compasión y la hermosura
tienen audiencia de tan altas gentes,
el furor descompuesto y la locura
infama, no acredita, los valientes;
la suerte ha de ordenar esta aventura,
y no los desatinos insolentes;
quéjese de las suertes el postrero,
y no me lo agradezca a mí el primero.


»Merecida ha de ser, no arrebatada,
Angélica, en mi tierra, paladines;
y no es del todo báculo mi espada,


ni olvida la batalla en los festines;
también tienen mi sangre alborotada
las sospechas del pie por los chapines;
y no es esto envidiar vuestros trofeos:
que aun caben en mi edad verdes deseos.


»Y tú, motín de Francia soberano,
tú, disensión hermosa de mi imperio,
puedes estar segura con tu hermano;
no yo de tu divino captiverio.»
Y olvidando los años y lo cano,
en quien es el requiebro vituperio,
en lo que está diciendo a la doncella
se detiene, por sólo detenella.


Ella, con hermosura divertida,
y con una humildad ocasionada,
en cada paso arrastra alguna vida,
en cada hebra embota alguna espada:
si mira, cada vista es una herida,
y cada herida muerte, si es mirada:
entró en la sala a lágrimas y ruego,
y salió de la sala a sangre y fuego.


Uberto dijo: «En el Padrón aguardo,
con lanza en ristre, de mi arnés cubierto».
Responde Ferragut: «Nunca me tardo:
date por calavera ya y por muerto.
Si ha de salir primero el más gallardo,
el primero seré, yo te lo advierto;
y guárdese la suerte de burlarme,
que abrasaré la suerte por vengarme».


Quedaron atronados de belleza;
quedó lleno de noche escura el día;
de esclavitud adoleció la alteza,;
de yermo y soledad la compañía.
Vasalla fue de un ceño la grandeza;
vencióla de un mirar la valentía:
conformáronse moros y cristianos
a idolatrar la nieve de dos manos.


Naímo, aunque tenía quebrantada
del largo paso de la edad la vida,
sintió la sangre anciana recordada
de la ferviente juventud perdida;
fue a requerir, con la pasión, la espada:
no se acordó que no la trae ceñida,
y en el primero impulso, de travieso,
echó menos la espada con el seso.


No bien la reina del Catay famosa
sabia dejado el gran palacio, cuando
Malgesí, con la lengua venenosa,
todo el infierno está claviculando:
todo demonichucho y diabliposa
en to[r]no de su libro está volando;
hasta los cachidiablos llamó a gritos,
con todo el arrabal de los precitos.


De ver tan prodigioso desconcierto
en su librillo, a cántaros lloraba;
a Carlos vio despedazado y muerto,
la corte sola, y a París esclava;
fuele por los demonios descubierto
que la falsa doncella que lloraba
es del rey Galafrón hija heredera;
como el padre, maldita y embustera;


que, por su gusto y su consejo, viene
a repartir cizaña en Picardía;
que a su hermano nombró (¡maldad solene!)
Uberto de León, siendo Argalía;
que el padre Galafrón, que tras él viene,
le dio el mejor caballo que tenía,
llamado Rabicán, no por el brío,
mas por ser de un rabí perro judío.


Una endrina parece con guedejas;
tiene por pies y manos volatines,
de barba de letrado las cernejas,
de cola de canónigo las clines;
pico de gorrïón son las orejas;
los relinchos se meten a clarines;
breve de cuello, el ojo alegre y negro,
más revuelto que yerno con su suegro.


Diole un arnés forjado de manera,
que está más conjurado que las habas;
y todo, por de dentro y por de fuera,
se enlaza con demonios, por aldabas;
y porque a todos venza en la carrera,
aunque se amarren al arzón con trabas,
una lanza le dio que, cuando choca,
derriba las montañas si las toca.


Galafrón le envió de aquesta suerte,
porque en todo lugar fuese invencible:
diole un anillo de virtud tan fuerte,
que le hace valiente y invisible;
a tu por tu se pone con la muerte,
y no hay encantamento tan terrible,
que, si le ve, no haga que le sueñe,
y que se desendiable y desendueñe.


Y para que provoque la aventura,
con él envía a Angélica, su hermana:
que ofreciendo por premio su hermosura,
la justa es cierta, la vitoria llana;
enseñándola hechizos la asegura,
y toda la arte mágica profana,
con orden que, en venciendo los guerreros,
se los remita todos prisioneros.


Visto el engaño, Malgesí tenía
urdida su venganza extrañamente.
Mas dejémosle, y vamos a Argalía,
que ya está en el Padrón junto a la fuente.
En el gran llano un pabellón se vía,
defensa a la estación del sol ardiente;
por de fuera a las lluvias muestra ceño,
y por de dentro primavera al sueño.


Hácese fuerte mayo en estos llanos;
levantase el verano con la tierra;
repártanse los árboles lozanos
en copete y guedejas de la sierra;
no se vieron jamás con nieve canos,
vejez que a los verdores hace guerra,
y en tan bien ordenada pradería
siempre está mozo el año y niño el día.


Con lágrimas sonoras, Filomena
cítara de dolor, a los sentidos
derrama el epitafio de su pena,
en traje de canción, por los oídos;
Narciso, con el agua entre la arena,
a tierna flor los miembros reducidos,
muestra el favor del cielo que recibe,
pues con lo que murió florece y vive.


Corvo el peral su fruta está temiendo,
blasón piramidal, para el verano,
y en su pomo el limón contrahaciendo
los pechos virginales en el llano;
está el nogal robusto produciendo
aradas nueces, y el granado ufano,
desabrochado, su familia tiende,
y a la avarienta piña reprehende.


En tronco de esmeralda ramos bellos
con fruto de oro, con la flor de plata,
al Sol el rostro, a Daf[n]e los cabellos,
siempre verde el naranjo los retrata;
nevados y encendidos puedes vellos,
que la fruta y la flor al cielo ingrata
es a su juventud flagrante nieve
en que Favonio sus perfumes bebe.


Aquí la vid, al olmo agradecido,
celosa esconde en pámpanos y lazos,
y el tronco, ya galán, y ya marido,
con las hojas requiebra sus abrazos;
de su corteza Amor está vestido,
los sarmientos dan flechas a sus brazos,
y los racimos llenos y pendientes
dan a la sed desprecio de las fuentes.


En pie se alza, en medio de los llanos,
grande jayán de bronce, vedejudo,
de espigas coronado, en cuyas manos
se muestra corvo arado cortezudo:
el semicapro Pan, entre villanos,
le nombra religioso pueblo rudo,


de cuya boca negra se deriva
un arroyuelo de agua por saliva.


Deciende por el pecho, murmurando,
lengua de plata artificiosamente,
y las duras vedijas remojando,
desperdicia en aljófar el corriente;
llega a los pies de cabra resbalando,
con ronco son de cítara doliente,
y, líquido pintor de blanca plata,
en los pies la cabeza le retrata.


Razona la agua entre las guijas bellas;
con Céfiro conversan ramos bellos;
cantan los pajarillos sus querellas;
las hojas callan cuando cantan ellos;
ellos y el agua, cuando cantan ellas;
y el pájaro parece, al respondellos,
músico que, fiado en su garganta,
con tres diversos instrumentos canta.


Con atrevida espalda, un monte suena,
herido de las ondas, y, fiado
en la ley que está escrita con arena,
canas iras desprecia al mar turbado;
al nacimiento de alta y fértil vena
dura cuna le da por el un lado,
tan vecino del mar, que un propio acento
llora su muerte y rie su nacimiento.


A la tumba sonora de los ríos,
líquido monumento de las fuentes,
lleva con ronco son sus vados fríos,
y, agonizando en perlas, sus corrientes:
descanso de la sed de los estíos,
que descienden con polvo las crecientes.,
donde, por atender a su lamento,
le hizo orilla grande alojamiento.


Magnífico domina la llanura,
arbitro de los mares y la tierra,
y, con más fortaleza que hermosura,
menos previene el ocio que la guerra;
docta igualmente y rica arquitectura
le corona de almenas y le cierra;
con él descuida todo el valle el sueño,
sin recatar de algún collado el ceño.


Es crédito común que dentro habita,
deste palacio, o fuente, o monumento,
la mente de Merlín, a quien, prescrita
cárcel, fabrica eterno encantamento:
para quien la pregunta, resucita;
y vive en las cenizas un acento,
que, siendo lengua del sepulcro obscuro,
pronuncia las perezas del futuro.


Tal es el sitio, tal la gran llanura
donde su pabellón puso Argalía,
y tanta de su bosque la espesura,
que el sol distila en él pálido el día;
descolorido con la sombra obscura,
escasas señas ve de luna fría;
parece lo demás que el campo cierra
parte del cielo que cayó en la tierra.


Angélica enseñaba a ser hermosas
a las plantas más raras y más, bellas;
de sus ojos las flores y las rosas
aprenden en el suelo a ser estrellas;
y con las trenzas de oro vitoriosas
(que, libres, Jove no se atreve a vellas),
el Sol esfuerza el tiro de su coche,
y se puebla de sol la propia noche.


Al sueño blando se entregó Argalía;
durmiendo estaba Angélica en el prado;
a hurto de sus ojos campa el día,
que, abiertos, le tuvieron congojado;
los gigantes la guardan a porfía,
que los tiene la justa con cuidado;
arden amantes peñas y corrientes,
y son requiebros de cristal las fuentes.


Tiene en el dedo el encantado anillo
donde ligado está todo planeta,
cuando, con su nefando cuadernillo,
sobre un demonio bayo a la jineta,
con las clines de cabo de cuchillo,
Malgesí, con barbaza de cometa,
apareció, mirando desde el viento
al sol dormido, al fuego soñoliento.


Vio sobre un tronco a Angélica dormida,
y que en su guarda están cuatro gigantes,
y díjoles: «¡Canalla malnacida,
vosotros moriréis como bergantes;
y esta embustera de la humana vida,
cárcel, delito y juez de los amantes,
acabará en los filos desta espada
el intento fatal de su jornada!»


Dijo, y entre pentágonos y cercos,
murmuró invocaciones y conjuros,
con la misma tonada que los puercos
sofaldan cieno en muladares duros;
a los Demogorgones y a los Güercos
de los retiramientos más escuros
trujo, para que el sueño le socorra,
y a los cuatro gigantes dé modorra.


El hermanillo de la Muerte luego
se apodero de todos sus sentidos,
y soñoliento y plácido sosiego
los dejó sepultados y tendidos:
no de otra suerte el embustero griego,
a poder de los brindis repetidos,
acostó la estatura del Ciclope
en las estratagemas del arrope.


Vase, para triunfar de sus despojos,
Malgesí con la espada a la doncella;
mas en llegando a tiro de sus ojos,
se le cae de la mano y se le mella;
en suspiros se vuelven los enojos;
todo su encanto se aturdió con vella;
con su hermosura, enamorado, habla,
y al fin no sabe ya lo que se diabla.


Encantados se quedan los encantos;
hechizados se quedan los hechizos;
son los tesoros que contempla tantos
como las minas crespas de sus rizos:
están unos sobre otros los espantos,
y los rayos del sol parecen tizos;
los demonios se daban a sí mismos,
viendo de la belleza los abismos.


Ni alzar los ojos ni bajar la espada,
en éxtasi de amor, Malgesí pudo;
la lengua a su pasión tiene amarrada;
más parece que está muerto que mudo;
prueba a dejarla en sueños encantada;
mas el anillo le sirvió de escudo;
revocóle el infierno los poderes,
y todo se encendió de arremeteres.


La espada arroja en tierra, por cobarde;
por inútil, con ella el libro arroja;
viendo que no hay gigante que la guarde,
el no embestir con ella le congoja;
y porque el luego le parece tarde,
del manto que le cubre se despoja,
y, sediento de estrellas y de luces,
se arrojó sobre Angélica de bruces.


Engarrafóse della, que del sueño
despierta, con el golpe, dando voces;
Argalía, a los gritos, con un leño
saló, y a Malgesí machacó a coces;
ella le araña y él la llama dueño;
mas andan los trancazos tan atroces,
y le muelen el bulto de manera,
que le vuelven los güesos en cibera.


Luego que le vio Angélica en el llano,
despatarrado, conoció quién era.
«Éste es el nigromante y el tirano
Malgesi -dijo-; no es razón que muera;
sino que, atado por mi propia mano,
por la mejor hazaña y la primera,
a poder de mi padre vaya preso,
donde le quemarán güeso por güeso.»


Para poder echarle las prisiones,
a los gigantes por sus nombres llama;
mas ellos, a manera de lirones,
roncando están tendidos en la grama;
tanta fuerza tuvieron las razones,
tal sueño por sus miembros se derrama
que, viendo cómo están, vivos apenas,
los dos le devanaron en cadenas.


Lïado está de pies y colodrillo,
sin poder rebullirse ni quejarse;
al pie de un robre columbró el cuchillo
Angélica; tomóle por vengarse,
y viendo al otro lado el cuadernillo
(en que sólo pudiera restaurarse)
le tomó y, en abriéndole, al momento,
se granizó de diablos todo el viento.


En demonios la tierra se escondía,
el propio mar en diablos se anegaba,
y demonios a cántaros llovía,
y demonios el aire resollaba;
uno brama, otro chilla y otro pía,
y en medio del rumor que se mezclaba
dijo una voz que andaba entre los ramos:
«A tu obediencia cuantos ves estamos.


»Escoge, pues que puedes, como en peras,
diablos, y manda.» «Lo que mando y quiero
-respondió con palabras muy severas-
es que con vuelo altísimo y ligero,
y en volandas, cortando las esferas,
llevéis este nefando prisionero,
y por más que, afligido, gruña y ladre,
se le entreguéis a Galafrón, mi padre.»


«Llevarémosle así como lo mandas
-un diablísimo dijo-, en dos vaivenes,
y, como tú lo ordenas, en volandas,
para el fin y el efeto que previenes;
colas y garras han de ser sus andas;
perdona que no va en dos santiamenes,
porque como son cabos de oraciones,
no admiten semejantes postillones.»


«En este encantador, diréis, le envío
juntos los embelecos de la corte;
que preso el endiablado mago impío,
no hay espada ni fuerza que me importe;
que en el anillo que me dio confío,
y en mi hermano, y su lanza, que es mi norte,
que todos Doce Pares he de atarlos
y a cargas remitírselos con Carlos.»


Dijo; y, dando crujidos, al instante,
Malgesí por el aire desparece;
llegó al Catay, y, viéndole delante,
Galafrón le recibe y agradece;
con el librillo, Angélica al gigante
que más dormido está desadormece.
Ya deshecho el encanto, ya despiertos,
se desperezan con los cuellos tuertos.


Fin del canto primero



CANTO SEGUNDO


Sobre el echar las suertes en Palacio
andan los paladines a la morra;
en cédulas se gasta un cartapacio
con los nombres, y dentro de una gorra
se mezclan, y en un cofre de topacio,
que bien labrada plancha de oro aforra,
los derramó, revueltos con su mano,
la excelsa majestad de Carlo Mano.


Añusga Ferragut, atisba Orlando;
estáse haciendo trizas Oliveros;
Montesinos se está desgañitando,
y todos juntos quieren ser primeros:
a la Fortuna están amenazando,
si los saca segundos o terceros,
cuando un niño inocente, de mantillas,
a sacar empezó las cedulillas.


El primer nombre que el muchacho afierra
Astolfo fue, el inglés magro y enjuto.
*Yo soy Astolfo, y soy de Ingalaterra
-dijo, dándose al diablo, Ferraguto-;
miente la cedulilla; si lo yerra,
este muchacho es hijo de algún puto;
que yo he de ser Astolfo en todo el mundo».
Mas el muchacho le sacó el segundo.


«Ser él primero, y yo segundo, ha sido
-dijo- ser yo primero; que el cuitado
es un cabillo de hombre bien vestido,
y es un chisgarabís pintiparado,
perfeto embestidor, nunca embestido,
grande persona de pedir prestado,
y en llegando dará de colodrillo,
porque no es el justar ser maridillo.»


Tercero fue Reinaldo el mendicante;
el cuarto fue Dudón, noble guerrero;
tras él Grandonio, desigual gigante,
a quien siguen Otón y Berlingiero;
luego, el invicto emperador triunfante;
después de treinta, Orlando fue postrero,
el cual, de rabia de tan mal despacho,
quiso comerse el cofre y el muchacho.


Ya el madrugón del cielo amodorrado
daba en el Occidente cabezadas,
y pide el tocador, medio dormido,
a Tetis, y un jergón y dos frazadas;
el mundo está mandinga anochecido,
de medio ojo las cumbres atapadas,
cuando acabaron de sacar las suertes
los paladines, regoldando muertes.


Era Astolfo soror, por lo monjoso,
poco jayán y mucho tique mique,
y más cotorrerito que hazañoso,
con menos de varón que de alfeñique;
vistlóse blanco arnés, fuerte y precioso,
que no habrá cañaheja que le achique,
por ser el pobrecito tan delgado,
que parecía un alfiler armado.


En las nalgas llevaba por empresa
una Muerte pintada en campo rojo;
el mote su mortal cerote expresa,
y dice así: «La Muerte llevo al ojo».
En el yelmo, que cuatro libras pesa,
lleva, en vez de penacho, un trampantojo,
un basilisco, un médico y un trueno,
como quien dice: «Aténgome a Gáleno».


Y como si supiera gobernallos,
u tenerse en alguna de las sillas,
siempre tuvo la flor de los caballos
que Betis apacienta en sus orillas,
y ni sabe correllos ni parallos,
agora juegue cañas o canillas;
al fin, con voz de titere indispuesta,
el caballo mejor que tiene apresta.


Era morcillo, que a la vista ofrece
con lumbre de los ojos noche negra,
que igualmente le adorna y lobreguece,
cuyos relinchos son truenos en Flegra;
blanca estrella la frente le amanece,
que torvas iras de su ceño alegra;
prolija clin y ondosa, de tal arte,
que la introduce el viento en estandarte.


Anhela fuego, cuando nieve vierte
en copos de la espuma, y generoso,
solicita los plazos de la muerte,
igualmente galán y belicoso;
tan recio sienta el pie, hiere tan,fuerte
el campo, que parece que, animoso,
rubrica en las arenas el castigo,
o que cava el sepulcro al enemigo.


Como en torre muy alta y descollada
se columbra un cernícalo y un tordo,
o sobre alto ciprés la cogujada,
o lobanillo en cholla de hombre gordo,
así se divisaba la nonada,
bazucada en los troncos del bohordo;
corre el caballo, el garabís se enrosca,
y parece que corre con la mosca.



Triste se parte el justador mezquino,
si bien la mancebita le provoca.
y en su copete el Colcos vellocino,
pues atropella al sol, si con él choca.
Por otra parte, en el Padrón del Pino,
la calavera de Merlín le coca;
en cruces va su cuerpo devanando,
y tales cosas entre sí pensando:


«Yo soy tamarrizquito» y hombre astilla:
valdréme contra Uberto de la chanza,
y entre los dos arzones de la silla,
no ha de saber hallarme su pujanza;
sin duda ha de causarle maravilla
el ver solo el caballo con la lanza,
y ha de pensar de cosa tan extraña
que es un caballo pescador de caña.


»Yo, en tanto que se admira, presuroso,
daré con él en tierra en un instante;
la mozuela verá mi rostro hermoso,
y me querrá por dueño y por amante;
de cualquier suerte, yo seré dichoso,
solamente poniéndome delante:
del encuentro no tengo que guardarme,
pues hará más en verme que en matarme.»


De monte en monte va, de llano en llano,
en estos pensamientos divertido;
deja la sierra a la siniestra mano,
y sigue el bosque en robres escondido;
maligna luz del astro soberano
más espanta que alumbra, y el rüido
que confunde en rumor el horizonte
con los cristales que despeña un monte.


Cansadas de caminos retorcidos
del rio sonoroso las corrientes,
en pacíficos lagos extendidos
descansan las jornadas de sus fuentes;
coronados están, como ceñidos,
de sauces y de hayas eminentes;
tienen por baño y por espejo el lago
la luna errante, el sol errante y vago.


Nada enjuta la luz del firmamento;
el ocioso cristal de la laguna
arde en trémulo y vario movimiento,
y en el fondo se ve más oportuna;
riza espumoso el lago fresco viento,
que en los golfos pudiera ser fortuna;
tiemblan las ondas, y, en doblez de plata,
la luna ya se encoge y se dilata.


Mas él, que fía en sola su hermosura
y antes quiere afilarla que la espada,
se paró para verse la figura
y si va la guedeja bien rizada;
mas no lo consintió la noche escura,
y así, con presunción desconsolada,
prosiguió en los galopes y los trotes,
amoldándose a tiento los bigotes.


Ya las chafarrinadas de la aurora
burrajeaban nubes y collados,
y el platero del mundo, que le dora,
asomaba buriles esmaltados.
cuando Astolfo, que todo lo enamora,
llegó al Padrón y puestos señalados;
los gigantes, que vieron que venía,
a cornadas llamaron a Argalía.


Sale, y, por verle, cierra los dos ojos,
puesta encima la mano en tejadillo,
como quien mira moscas o gorgojos,
u, desde lejos, cucaracha u grillo;
y valiéndose, al fin, de los antojos,
de un cascabel armado vio un bultillo;
enfadóse de velle, y a encontrallo,
a media rienda, enderezó el caballo.


Astolfo, hecho invisible, se dispara;
mas diciendo «Ox aquí», de un garrotazo,
despatarrado en tierra dio de cara
con él, que a toda Francia cagó el bazo;
los gigantes, que ven que no declara
si vive, ni con pierna ni con brazo,
para cogerle andaban por los llanos,
como quien busca pulga, con las manos.


Lleváronle a la tienda de Argalía,
donde en prisión Angélica le encaja;
miraba sus lindezas y decía:
«¿De qué puede servir lindo en migaja?
Pizca y hermoso, es todo fruslería;
mi fuego no se atiza bien con paja».
Cuando de Ferragut oyó en el cuerno
todas las carrasperas del infierno.


Espeluznóse el monte encina a encina;
el sol dicen qne dio diente con diente,
y al duro retumbar de la bocina,
Angélica, las manos en la frente,
apuntaló la máquina divina;
demudóse el gigante más valiente;
afirmóse Argalía en los estribos,
y apercibió los trastos vengativos;


cuando, sobre un caballo más manchado
que biznieto de moros y judíos,
rucio, a quien no consienten ser rodado
los brazos de su dueño, ni sus bríos,
se mostró Ferragut escollo armado,
bufando en torbellinos desafíos,
y con ladrido de mastín prolijo,
estas palabras, renegando, dijo:


«Daca tu hermana, u daca la asadura:
escoge el que más quieres destos dacas;
tu cuñado he de ser, u sepultura,
y los gigantes he de hacer piltracas.»
Uberto respondió: «Mi lanza dura
castigará tus brutas alharacas».
«Pues bien te puedes dar por alma en pena»
-replicó Ferragut-, y alzó una entena.


Muy poco es lo de un toro contra un toro
para comparación de aquesta guerra;
mas no bien le tocó la lanza de oro
a Ferragut, cuando cayó por tierra;
no le quitó la fuerza su decoro,
sino el encanto que la lanza cierra:
cual pelota de viento dio caída,
para saltar con fuerza más crecida.


Un salto dio, que vio la coronilla
del promontorio del mayor gigante,
y desnudas diez varas de cuchilla,
para Argalía parte fulminante;
el cual, viendo su cólera amarilla,
le dijo: «Diablo, u caballero andante,
según capituló Carlos severo,
pues que caíste, quedas prisionero».


«¿Qué es prisionero, pícaro alcagüete?
Carlo Mano es mi mano y hojarasca;
cumpla el emperador lo que promete,
y tú prevén tu vida a mi borrasca.»
Y a los cuatro gigantes arremete,
como a las caperuzas la tarasca,
diciendo: «Malandrínes y protervos,
yo os haré albondiguillas de los cuervos».


Mas los gigantes dieron tal aullido,
viéndose condenar a albondíguillas,
que dejaron el campo ensordecido,
alzando mazas, troncos y cuchillas;
Angélica, el abril descolorido
y pálido el jardín de sus mejillas,
dice: «¿Cómo ha de atarse de algún modo
éste que es diablo desatado en todo?»


Argesto, el más robusto y más membrudo,
el primero le embiste denodado;
luego, Lampordo, gigantón velludo,
todo de cerdas negras afelpado;
después, Urgano, el narigón tetudo,
el último, Turlón, desmesurado,
más grueso y abultado que un coloso
y más largo que paga de tramposo.


Lampordo le arrojó primero un dardo,
y a no ser encantado Ferraguto,
le saca el unto y le derrama el lardo;
mas él, que es tan valiente como astuto,
tal brinco dio, con ánimo gallardo,
y tal revés en el gigante bruto,
que le achicó, dejándole en el llano
sin piernas; de gigante, medio enano.


Sin parar ni decir oste ni moste,
tal cuchillada dio en la panza a Urgano,.
que, aunque la reparó con todo un poste,
todo el mondongo le vertió en el llano;
no hay lobo que en la carne se regoste
de las ovejas que perdió el villano
como el sangriento Ferragut se hincha
en los gigantes que descose y trincha.


Mas en tanto que a Urgano despachurra,
con un nogal entero, enarbolado,
Argesto sobre el yelmo le da zurra
tal que, a no ser de cascos encantado,
allí le desmenuza y le chuchurra;
saltó el yelmo dos leguas destrizado;
quedó con la cabeza descubierta,
y un bosque apareció de greña yerta.


La boca, como olla que se sale
hirviendo, espumas derramó rabiosas;
y, como el rayo de la nube sale
en culebras de fuego sinüosas,
embiste fiero con Argesto, y dale,
por medio de las sienes espaciosas,
tal golpe, que, partiéndole la jeta,
quedó el medio testuz hecho naveta.


Turlón, que ve los suyos en carnaza,
hechos tantos, fiado en ser forzudo,
por las espaldas a traición le abraza;
mas Ferragut, que siente fuerte el ñudo,
su cuerpo de un tirón desembaraza;
saca bastón herrado el monstro crudo,
y le enarbola en ángulo mazada;
mas Ferragut le opone recta espada.


Turlón, que sabe poco de destreza,
con descomunal golpe se abalanza
a romperle la espada y la cabeza;
mas Ferragut, que en sueñes vio a Carranza,
la espada le libró con ligereza
y los perfiles de un compás le avanza,
dándole una estocada por los pechos,
que los livianos le dejó deshechos.


«Si tienes más gigantes -le decía-,
vengan, u resucita, infame, aquéstos;
volverlos ha a matar mi valentía;
que mis brazos a más están dispuestos.»
«Contra toda razón -dijo Argalía-
quebrantas los capítulos honestos;
date a prisión, pues el concierto ha sido
que quede prisionero el que ha caído.»


«¿Qué prisión, qué concierto, ni qué nada?
-replicó Ferragut con voz de gallo-;
cúmplalo Carlo Mano si le agrada;
que yo sólo del cielo soy vasallo.»
Astolfo, a quien la grita alborotada
pudo del sueño en su razón tornallo,
por ver si puede componerlos, sale;
mas poco en esto, como en todo, vale.


«Dame -le dijo Ferragut- tu hermana,
que la quiero sorber con miraduras,
ha de ser mi mujer u esta mañana
te desabrocharé las coyunturas;
no me gastes arenga cortesana,
ni me hagas medallas y figuras;
tu muerte en mis palabras te lo avisa;
no quiero dote: dácala en camisa.»


Argalía, que ve que le desprecia
y que su honor y su razón ofende,
que le pide la cosa que más precia,
que, monstro, el templo del Amor pretende
con cuerpo formidable y alma necia,
en tal coraje el corazón enciende,
que, olvidando la lanza de mohíno,
junta al Padrón se la dejó en el Pino.


Y viendo su cabeza desarmada,
le dijo: «Toma un yelmo, que no quiero
ni he menester llevar ventaja en nada:
que sé guardar la ley de caballero.»
«A casco raso aguardaré tu espada
-dijo el descomunal aventurero-;
no quiero yelmo, casco ni casquillo:
por yelmo traigo yo mi colodrillo.


»Si tuviera lugar, me chamorrara
este pelo que traigo jacerino,
y, si fuera posible, me calvara,
y te aguardara como perro chino.
¿Yelmo me ofreces? Mírame a la cara,
caballerito del Padrón del Pino;
que imagino tan muelle tu braveza,
que aun estoy por quitarme la cabeza.»


Y diciendo, y haciendo, y en volandas,
salta sobre el caballo y arremete
con acciones furiosas y nefandas,
y como espiritado matasiete.
«Yo quiero concederme mis demandas:
remítome a mi puño y mi cachete;
tu hermana, a quien yo miro, y que me mira,
enciende los volcanes de mi ira.»


Ni demonios que van con espigones
huyendo de reliquias, conjurados,
ni en la sopa revueltos los bribones,
ni cañones de bronce disparados,
ni pleito en procesión por los pendones,
ni pelamesa de los mal casados,
ni gallegos en bulla, ni calderas
en choque de vasares y espeteras,


se pueden comparar con el estruendo
que resonó del choque y cuchilladas
con que los dos se estaban deshaciendo,
a puro torniscón de las espadas.
Las armas, con el sol, están ardiendo
y arrojando centellas fulminadas;
a poder de los tajos y reveses,
en fraguas se volvieron les arneses.


Se majan, se machucan, se martillan,
se acriban y se punzan y se sajan,
se desmigajan, muelen y acrebillan,
se despizcan, se hunden y se rajan,
se carduzan, se abruman y se trillan,
se hienden y se parten y desgajan:
tan cabal y tan justamente obran,
que las mismas heridas que dan cobran.


Nube de polvo los esconde ciega,
que, acortando nublosa el sol y el día,
hace crecer el suelo con la brega,
que ardor de los caballos esparcía;
cólera los ahoga, y los anega
sudor humoso, blanca espuma fría;
son, ardiendo en los golpes de sus manos,
dos Etnas que martillan dos Vulcanos.


Argalía le asienta en la mollera
golpe descomunal; pero la espada
del pelo resurtió, como pudiera
resurtir de una peña adiamantada;
viola sin sangre, y vio la cabellera,
no solo sana, sino más rizada,
y dijo con espanto, alzando el hierro:
«Éste, por coronilla trae un cerro».


Cuando con las dos manos, levantado
sobre los dos estribos, Ferraguto,
para acabar de un lance lo empezado,
con intento dañado y resoluto,
sobre el yelmo descarga tal nublado,
que Angélica previno llanto y luto;
mas, viendo que no deja en él rasguño,
un gesto hizo al sol, al cielo un zuño.


Apártase Argalía con espanto,
y Ferragut, confuso en su fiereza.
Dijo Argalía: «Si es de cal y canto
tu greña, hago saber a tu braveza
que estas armas que ves templó el encanto».
«También templó mi cuerpo y mi cabeza
-respondió Ferragut-, y sólo un lado
encomendó el encanto a mi cuidado.


»Tu hermana me darás, y sahumada,
por si el temor ha hecho de las suyas;
que no respeta encantos esta espada,
ni te valdrá que charles, ni que huyas.»
«Dártela -dijo- por mujer me agrada;
mas debes conocer que han de ser suyas
estas resoluciones: si ella gusta,
por mí, tu boda acabará la justa.»


«Pues ve respahilando, y a tu hermana
dirás que yo la quiero por esposa,
y que tengo razón, y tengo gana,
y dirás que también tengo otra cosa.»
Argalía, con maña cortesana,
dice al pagano: «Mientras voy, reposa;
que presto volveré con la respuesta».
y partió como jara de ballesta.


En un daca las pajas a la tienda
llegó; dijo a su hermana lo que pasa;
ella que ve la catadura horrenda
de aquel vestiglo, testa de argamasa,
la figura rabiosa y estupenda,
un demonio con gestos de Ganasa,
que la dan por marido en cuerpo broma,
ánima zancarrón, por lo Mahoma,


hilo a hilo, con llanto costurero,
lloraba, maldiciéndose, y decía:
«¿Cómo, siendo mi hermano y caballero,
siendo Angélica yo, siendo Argalía,
una fantasma fondos en tintero
por marido me ofreces este día,
un hombre tentación, carantamaula,
que no puede enseñarse sino en jaula?


» No ves aquellas manos, cuyos dedos
manojos son de abutagados sapos?
¿Aquellos ojos enguizgando miedos?
¿Los miembros ganapanes y guiñapos?
Blancos los labios son; negros y acedos
los dientes, entoldados con harapos
de pan mascado, y la color, que espanta,
con sombras de estantigua y marimanta.


»¿Éste había de emboscar en mis cabellos
el jabalí que miras erizado?
¿Este, con sus ronquidos y resuellos,
mi sueño bramará puesto a mi lado?
¿Han de pringarse aquestos brazos bellos
en la cochambre de ese endemoniado?
¿Este postema de soberbia y saña
en mí descansará su guadramaña?


»Antes, con alto rayo sacudido
de la diestra de Júpiter Tonante,
en las voraces llamas encendido,
caiga el cuerpo, en incendios relumbrante,
y el espíritu eterno, desceñido,
descienda puro y castamente amante;
descienda, y, enemigo siempre a Febo,
palpe las sombras del noturno Erebo.


»Las sombras palpe, pues arder clavado,
constelación amante, no merece,
ni ser familia al sol, que el estrellado
pueblo con hacha espléndida enriquece;
solamente me niega mi cuidado
la muerte, que mi pena le merece,
porque pueda mejor sentir mi suerte;
mas en tanto dolor no falta muerte.


»No falta muerte, no; que esta ventura
tengo, y en esta fe de morir, vivo;
¡oh, qué recibimiento, Muerte dura,
si vienes presurosa, te apercibo!
Ven, cerrarás en honda sepoltura
el fuego más discreto y más altivo
que ardió humanas medulas; ven y cierra
mucho imperio de amor en poca tierra.


»Cúbrame poca tierra, si expirare,
pues me será más leve, si muriere,
la que desta desdicha me apartare
que la que en esta arena me cubriere;
tú, cielo, contarás al que pasare
el grave caso que tus astros hiere;
oblígueos el dolor en que me hallo,
a ti, a decillo; al huésped, a llorallo.»


La risa de la Aurora en sus dos ojos,
en más preciosas perlas, era llanto,
mas, sintiendo Argalía sus enojos,
y viendo su dolor, la dijo: «En tanto
que yo viere del sol los rayos rojos,
no temas fuerza, ni poder de encanto:
yo moriré, yo, Angélica, primero
que el oro de tus trenzas dé a su acero».


Restituyóse al alma la afligida
doncella, y dijo: «Lo que puede el arte
disponer con prudencia prevenida
no es bien dejarlo al ímpetu de Marte;
si mueres, ¿qué más muerte que mi vida,
sola, y mujer, y en tan remota parte?
Mejor es defenderos con la maña
que con promesas de dudosa hazaña.


»Vuelve, y dirás al bárbaro tirano
que antes quiero la muerte que admitillo;
yo, en tanto que combates al pagano
en su furor, usando de mi anillo,
me despareceré dejando el llano;
de Malgesí me llevo el cuadernillo,
y a la selva de Ardeña conducida,
aguardaré segura tu venida.


»Presto podrás perderte de su vista,
si al caballo que riges le das rienda;
iremos al Catay, adonde alista
sus gentes nuestro padre, porque entienda
cuánta dificultad en su conquista
pone esta casta contumaz y horrenda.»
Dijo, y, viendo la traza bien dispuesta,
Argalía volvió con la respuesta.


Llega, y «Daca tu hermana, lo primero»,
le dijo Ferragut, todo casado.
«No quiere», respondió. «Pues yo la quiero;
que ya la tengo un hijo aparejado;
en cuanto dices mientes todo entero;
tú serás muerto, y yo seré cuñado;
su marido he de ser, quiera o no quiera,
y su dote será tu calavera.»


Tal tirria le tomó, que se abalanza
para despedazarle a toda furia;
Argalía se opone a su pujanza,
por defenderse, y por vengar su injuria;
Angélica se vale de su chanza,
dejando a buenas noches su lujuria;
vuélvele las espaldas Argalía,
y, volando, le deja y se desvía.


«Si huyes, gozaré de la chicota»,
Ferragut dijo, y al volver la cara,
no vio della ni rastro ni chichota,
que va embolsada en una nube clara;
hornos ardientes por los ojos brota;
furioso a todas partes se dispara;
brama, gime, rechina, ladra, aúlla,
y en estallidos su congoja arrulla.


«Si al cielo con Mahoma te has subido
-dijo-, yo bajaré a la tierra el cielo;
si acaso en los infiernos te has sumido,
no se le cubrirá al infierno pelo;
si en el profundo mar te has zabullido,
con el fuego que exhalo enjugarélo;
si los diablos te llevan en cadena,
tras ellos andaré, marido en pena.


»Marido en pena y boda perdurable,
te seguiré sin admitir reposo,
hasta que en tu persona desendiable,
berrïondo, los ímpetus de esposo:
si en la guerra parezco formidable,
debajo de las mantas soy donoso;
si vas volando por los campos verdes,
buenos diez pares de preñados pierdes.»



Tales cosas, corriendo por los cerros,
iba gritando, y de uno en otro prado;
tras él, en varias tropas, corren perros:
iba de todas suertes emperrado;
y con son de pandorga de cencerros,
bate al caballo el uno y otro lado,
le pica y le atolondra a mojicones,
y el pescuezo le masca a mordiscones.


«Montes por donde corre este alcagüete
(-dijo-, que no es posible son hermanos),
sed coroza a su testa y su copete,
y a los pies della os extended en llanos;
ninguna seña dellos me promete
la tierra, ni los cielos soberanos;
pues no puedo alcanzarle en este lance,
mi maldición y la de Dios le alcance.


»Déjasme en paz y métesme la guerra
dentro del corazón con tus tramoyas;
ningún paso que das el golpe yerra
en mis entrañas, nuevamente Troyas,
pues los engaños de Sinón encierra,
como el Paladión, tu rostro en joyas;
tras ti revolveré, con fe prolija,
el mundo, polvo a polvo y guija a guija.»


Y allá va con los diablos, sin camino;
y pues él va dejado de la mano
de Dios, siga su loco desatino,
y volvamos a Astolfo, que en el llano,
viéndose solo en el Padrón del Pino,
arrastrando a manera de gusano,
saca el hocico y todo el campo espía:
ni a Ferragut atisba, ni a Argalía.


Hállase solo y sale como zorra
que, hambrienta, a husmo de los grillos anda;
aquí tuerce la oreja, allí la morra,
por si rumor alguno se desmanda;
mas, viendo su persona libre y horra
de prisión y batalla tan nefanda,
su yelmo enlaza, saca de la estala
su caballo, y le ensilla y le regala.


Y viendo, acaso, que la lanza de oro
de cierto al Pino se quedó arrimada,
sin saber el encanto, por decoro,
por compañera se la da a su espada.
Mírala y dice: «Aquí llevo un tesoro:
de molde me vendrá para empeñada;
no la pienso probar en los guerreros:
antes pienso romperla en los plateros».


Monta a caballo, mas tan poco monta,
que le tiene el caballo, y no le siente;
y, con temor del bosque, se remonta
por la campaña a paso diligente.
Lo que ha pasado y lo que vio le atonta;
cuando, al pasar los vados de un corriente,
un caballero armado se aparece,
que todo le espeluzna y le estremece.


Era el señor de Montalbán, Reinaldo,
que, como era tercero a Ferraguto,
tras él desde París, sudando caldo,
se vino con intento disoluto:
que amor no estudia a Bártulo ni a Baldo,
por ser monarca eterno y absoluto,
ni escucha textos, ni obedece leyes,
ni respeta las almas de los reyes.


A Astolfo reconoce en la estatura;
de Ferragut pregunta los sucesos;
cuéntale del pagano la aventura
y el molimiento de sus pobres huesos;
cómo Angélica puso su hermosura
en cobro, y que, temiendo los excesos
de Ferragut, huyendo va Argalía,
y Ferragut siguiéndole a porfía.


yele, y, sin hacer de Astolfo caso,
ni responder, la rienda dio a Bayardo,
diciendo: «Para el fuego en que me abraso,
poco es correr, pues aun volando tardo;
matalote juzgara yo a Pegaso
para seguir al justador gallardo;
si yo la alcanzo al paso que la sigo,
a Montalbán la llevaré conmigo».


Como con la nariz bebe el sabueso
aliento de las huellas del venado
y, desvolviendo el monte más espeso,
las matas solicita y el sembrado,
así Reinaldo, con mirar travieso,
registra el campo de uno y otro lado;
Angélica sospecha que es cualquiera
engañoso rumor de la ribera.


Ya, llamado de sombra que está lejos,
se precipita con ardientes sañas;
déjase persuadir de los reflejos
del sol, porque retratan sus pestañas.
La desesperación le da consejos;
examina lo opaco a las montañas;
no hay tronco ni caverna que no inquiera,
y entre fieras la busca como fiera.


Dejémosle siguiendo su deseo.
y volvamos a Astolfo, que camina,
y que a París, aunque por gran rodeo,
hecho un títere armado, se avecina.
En la ciudad entró con el trofeo
de la lanza de oro peregrina;
encontró con Orlando, que, a la puerta,
aguarda del suceso nueva cierta.


Contó cómo Argalía y la doncella,
sin saber dónde y cómo, van huyendo,
y cómo Ferraguto va tras ella,
y que, a los tres, Reinaldos va siguiendo.
Maldice rayo a rayo, estrella a estrella,
al sol y al cielo, con suspiro horrendo,
Orlando, y dijo en cólera encendido:
«¿Dónde estoy yo, si Angélica se ha ido?


»Quítateme, muñeco, de delante;
que te haré baturrillo de un cachete.»
El malhadado caballero andante,
sin replicar, partió como un cohete;
a Durindana empuña fulminante,
y con el viento líquido arremete,
diciendo: «Si yo gozo sus despojos,
por Durindana ceñiré sus ojos».


Cayó muda la noche sobre el suelo,
sobrada de ojos y de lenguas falta;
sin voz estaba el mar, sin voz el cielo;
la luna, con azules ruedas, alta,
hiere con mustio rayo el negro velo,
maligna luz que la campaña esmalta;
yace dormido entre la yerba el viento,
preso con grillos de ocio soñoliento,


cuando, para aguardar a que se ría
de sus locuras, u con él, la Aurora,
con su cuidado por dormir porfía;
mas no se lo consiente el bien que adora;
el seso, desde Angélica a Argalía,
desconcertado, no reposa un hora;
porque en ansias y penas semejantes,
no sabe el sueño hallar ojos amantes.


Más lucha que descansa con el lecho:
vuélvele duro campo de batalla;
con el desvelo ardiente de su pecho,
a sí mismo se busca y no se halla,
y dice: «El sol y el día ¿qué se han hecho?
¿Quieren dejar al mundo de la agalla?
¿Háseles desherrado algún caballo,
que no relinchan a la voz del gallo?»


Mas, viendo que la tez de la mañana
ensancha los resquicios, diligente,
la cruz besa devoto en Durindana;
luego del lado la dejó pendiente;
las armas viste, y, de color de grana,
banda en púrpura y oro y plata ardiente;
la sobreseña, del escudo quita
y el no ser conocido solicita.


Monta a caballo y, ajustado el freno,
dijo, mirando al cielo: «Claustro santo,
de misterios de luz escrito y lleno,
Argos de oro y estrellado manto,
favorece las ansias en que peno;
que yo te ofrezco, si consigo tanto,
humos preciosos que de mí recibas,
y en voces muertas, intenciones vivas».


Dijo, y a todo caminar se arroja
a buscar el camino sin camino,
adestrado de sola su congoja
y arrastrado de amante desatino;
registra yerba a yerba, y hoja a hoja
el campo, obedeciendo a su destino,
y sigue, a persuasión de sus cuidados,
los otros dos, que van descaminados.



CANTO TERCERO


Llegóse el plazo que a la justa había
señalado el gran Carlos y a su gente;
el Indo le lavó la cara al día,
y en perlas nevó el oro de su frente;
con más joyas el cielo se reía;
ardió en piropos el balcón de Oriente:
por verle, las estrellas, embobadas,
detuvieron al sueño las jornadas.


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