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En la sombra

Ahora, con el tiempo metido hasta en las uñas, cargado de años y de sueños por cumplir me siento a tomar café y unos tallos (hoy es día de mercadillo) en el bar Cervantes y tras este mirador privilegiado a la sombra de cualquier mirada, miro la plaza que tantas veces ha iluminado mi memoria, esa que tantas veces he imaginado y con la que he ido inventando y alimentando sueños, de tal manera que, a veces ni yo mismo me atrevo a distinguir si todo ello forma parte de mi pasado vivido o de esos mundos de ficción que mi memoria infanto-juvenil ha ido desarrollando a lo largo de mi vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La plaza vista con ojos objetivos no tenía nada de particular, sus edificios, por si mismos, no eran de destacar, pero en conjunto daba una modesta impresión de plaza con carácter a la que se asomaban las casas del estanco y antigua posada, los soportales de las escuelas; en su centro regía la fuente de los cuatro caños y toda ella fortificada por los posones (forrados de cerámica talaverana) y sombreada por acacias, las mismas que año tras año nos suministraban de pan y quesito y de cuyas copas arboladas sobresalían cantares de pájaros aprestados al vuelo; plaza que siempre estuvo presidida por el Canseco, reloj del Ayuntamiento que nunca nos falló a la hora de pregonarnos las horas.

 En  los soportales nos anunciaba Danielito la próxima película de Diego Corrientes o de Marisol rumbo a Rio, en los soportales en fiestas tomábamos unas cervezas en las mesas del Candiles. Allí se rifaban las navajillas y allí se ponían las joyerías a cuyas vidrieras nos clavábamos para ver por vez primera el fulgor del oro y de la plata recién bruñida. Allí se jugaba a las peonzas, al clavo, al guá, pero sobre todo allí la gente, gentes con el sosiego metido en el espinazo, hablaba y pasanteaba. El conjunto de la plaza se adornaba con la plaza de abajo con su pilón, el puente del arroyo Cristo coronado por ese árbol gigantesco y la figura sempiterna de Leandro con su cigarrillo aún por consumir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los tiempos cambian pero los recuerdos quedan y aún tengo apadrinándome el recuerdo estas y otras imágenes que un aciago día como consecuencia de esas modernizaciones que tanto gustan, la plaza y su conjunto fue sometida, humillada, ultrajada. De los posones (bellamente aderezados), de la fuente de los cuatro caños, de las acacias y otros amazónicos arboles, de todo aquello no quedó ni rastro, ni siquiera el Ayuntamiento sobrevivió y cayó para mayor gloria de sus promotores.

 

 

            La primera vez que des1cubrí lo que se había hecho con esta plaza que fue siempre el corazón de mi pueblo sentí un nudo de congoja en la garganta. Hoy la observo desde este miradero del bar Cervantes y la costumbre no mitiga la pena por el resultado obtenido. En este trasiego lógico por la renovación urbana se ha considerado que pueblos que sufren durante meses calores y temperaturas cuasi saharianas, pueblos donde el sol pega de frente, su plaza central no necesita sombras que cobijen unos bancos en los que poder dialogar en horario diurno, unas buenas zonas verdes que refresquen nuestro ánimo.

El Canseco, único superviviente de años preñados de cambios, hace ya un buen rato nos avisó de la hora del Ángelus y yo, en la sombra, observo cómo algún vecino, aún a riesgo de exponerse a un síncope, se arriesga a cruzar al descubierto buscando con ahogo asmático la sombra de los soportales. Palacetes, casas solariegas, iglesias y un sinfín de edificios centenarios se van hundiendo en un triste abandono con la misma rapidez  que se van cambiando, sin necesidad,  antiguos pavimentos empedrados por bastas baldosas de terrazo, se convierten edificios castellanos en exin-castillos y se cambia la cal por el ladrillo. Esta plaza de perspectiva blanca está cambiando al marrón que ni siquiera hace juego con nuestra tierra rojiza. Se me ocurre pensar que estamos cambiando no solo el paisaje urbano, sino también una forma de vida y de cómo disfrutarla, les estamos sustrayendo a nuestros hijos una parte de su memoria generacional.

 

En algunos de mis viajes por Europa he podido comprobar, no sin cierta envidia sanas, cómo pueblos pequeños han sabido preservar el legado del tiempo y lo han adecuado a las nuevas tecnologías, hermanando pasado y presente haciendo la vida más transitable. Aquí, y no me refiero a la Torre sino a España en general, lo primero es arrasar con todo y más tarde con orgullo local “modernizamos” los paisajes impunemente destruidos. Parece que, no sin cierta ignorancia, quisiéramos borrar toda huella de ese pasado que, sin duda, nos habría sido útil para mejorar nuestro futuro.

 

Un buen día dejé la Torre sin dejarla nunca, me fui de la Torre sin haberme ido nunca, he pasado años intentando crecer por dentro y hoy, cada vez que regreso, un íntimo desánimo recorre mi cuerpo, pero hoy, sin querer abandonar mi sombra protectora y a fuerza de amontonar desánimos convertidos en leña, hoy éste tórrido sol ha prendido la mecha y he conseguido quemar mi silencio.

 

 

José Luis Rivas Cabezuelo

 

 

P.D.  Con mi reconocimiento y agradecimiento a Antonio Muñoz Molina quién, con sus palabras sobre su ciudad natal, han hecho posible estas líneas.  

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